Anna
Pagés
A partir de la
década de los años 90, especialmente desde la Declaración de Bolonia
(1999), se produce en el sistema universitario español un cambio a dos niveles:
1. La implantación de un sistema de
acreditación externa del profesorado por parte de las Agencias de Calidad
gestionadas desde la
Administración pública (central y autonómica);
2. La aplicación de un nuevo paradigma de
enseñanza-aprendizaje centrado en la actividad del alumno y la lógica de las
competencias (unidades operativas de conducta en el proceso de aprendizaje).
Ambos fenómenos conllevan:
a) una progresiva desinstitucionalización de la universidad (pérdida de
legitimidad social y de poder a favor de la administración); b) una orientación
global hacia el control de calidad: los procesos de enseñanza-aprendizaje
equivalen a una cadena de producción; el resultado final de la actividad
académica (docente e investigadora) equivale a un producto acabado susceptible
de ser medido o calculado. El aprendizaje del alumno se evalúa a partir de
ámbitos competenciales (cognitivo, metodológico, social, individual); el
trabajo de los docentes deja de ser individual y relativo al saber de cada uno para
convertirse en un proceso conjunto de participación en el diseño de materias
compartidas; el saber del docente se desplaza hacia su competencia didáctica y
su “saber hacer” en la gestión de los contenidos y metodología de aprendizaje.
La situación
actual es paradójica: mientras, por un lado, la transmisión del saber en la
universidad (históricamente problemática) queda, en esta ocasión, enmascarada
por la gestión de los procesos de calidad y la evaluación por competencias; por
otro lado, los jóvenes universitarios actuales manifiestan una ingenuidad y una
docilidad sorprendentes, desconocidas en los estudiantes universitarios de hace
una década. Sin movilización, sin rebelión, pero con “problemas de conducta”.
Por ejemplo, cada vez más nos enfrentamos a problemas de disciplina en las
aulas. Pero también de desamparo subjetivo ante un futuro de formación que pasa
obligatoria y masivamente por la universidad, vacío de sentido o de deseo de
saber.
La crítica al
totalitarismo de estas nuevas modalidades de control no es suficiente: debemos
preguntarnos cómo proponer a estos jóvenes universitarios, acogidos en la
universidad, como una especie de refugio de la cruda intemperie social exterior,
un modo de relación con el saber que haga posible una nueva forma de transmisión.
He aquí el problema fundamental, que retorna repetidamente como síntoma, en el
contexto del control disciplinario y de la “garantía de calidad”.
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