Las concepciones prejuiciosas respecto a las posiciones sexuadas abundan en
la actualidad. Sobre todo en lo que concierne a lo femenino.
Aclaremos: “Hombre” o “Mujer” son posiciones sexuadas, no datos genéticos o
mero producto de la socialización de los roles. La identidad sexuada no es una
verdad absoluta ni relativa. Es una solución, variable, en las que se juega la
relación de cada uno con el deseo del Otro y con el cuerpo propio.
Una película de 2009, “Chloe”, de Atom Egoyan permite ilustrar cómo se
plantea para Catherine su pregunta: ¿cómo devenir una mujer?
El nombre de la película remite a la novela de Longo: “Dafnis y Chloe” que
Lacan cita cuando habla irónicamente, claro está, de la iniciación sexual.
¿Cómo nos presenta el director la cuestión?
Al comienzo, en una especie de prólogo, anterior a la trama vemos a alguien que se está vistiendo. Una mujer aún
anónima, a la que no se le ve la cara, frente a un espejo velado se va
recubriendo lentamente de unas seductoras prendas de lencería. Es Chloe, una
prostituta de lujo, como nos enteraremos inmediatamente, “fetichizando” su
cuerpo, preparándolo para capturar el deseo. Con la vestimenta compone al
cuerpo, lo envuelve y le da una unidad. Crea el disfraz que le sirve al cuerpo
de máscara manteniendo, a la vez, el misterio de lo femenino fuera del alcance
de la mirada.
Esta secuencia tiene función de prólogo porque está colocada en anterioridad lógica al
levantamiento del telón sobre la escena en la cual se presenta el problema de
Catherine: su pregunta en relación a su posición femenina que constituye el
núcleo de la intriga que se desarrolla luego.
Muestra que la identificación con la madre, “la mujer heredera de la
función de la madre, el hijo como objeto sustitutivo, desposee a la mujer y la
frustra del elemento deseo”, como señala Lacan en el Seminario V.
La brecha entre la madre y la mujer ha de permanecer abierta, sin
solapamiento.
¿Cómo encontramos a Catherine?
Nos la encontramos mirando a través del cristal de una gran ventana.
El director no nos esconde lo que ella está observando: un encuentro.
El de la fascinante Chloe de brillante cabellera rubia con un hombre, su
cliente, en la puerta del hotel que queda bajo la ventana.
Catherine se gira y al apartar la vista de la escena que la captura, su
mirada se desplaza, hacia otra imagen. Y así, Catherine que es una ginecóloga,
se encuentra frente a frente con la
sombra de Chloe, una triste y escuálida mujer, que es su nueva paciente. Un
segundo después la vemos literalmente entre las piernas de esta mujer. De pie,
enfrentada al sexo femenino cubierto con
una sábana.
El breve dialogo que se desarrolla entre ambas es muy interesante.
Le pregunta por su profesión. Bailarina, responde la paciente. “¿Usa
contraceptivos?” “No”, contesta la otra. “¿Entonces, viene porque quiere tener
un hijo?” “¿¡¡¡NO!!!?, dice espantada. “¿Entonces?”. “Nunca tuve muchas
relaciones, nunca tuve un orgasmo, hay algo en el sexo que nunca he entendido…”.
La verdad empieza así a hablar.
La ginecóloga responde a la pregunta sobre el goce siguiendo una definición
científica y le quita importancia a la cosa del orgasmo. “Eso no es más que una
serie de contracciones musculares como consecuencia de la excitación del
clítoris”. Cree que ha cerrado la cuestión…
Aquí comienza un ballet de cuatro personajes. La ginecóloga, su marido
profesor, el hijo adolescente de ambos y Chloe: la prostituta, el falo de todos
los hombres.
El hijo ha crecido. La adolescencia conlleva para él, afortunadamente, un
rechazo de la madre intensificado por el empeño de ella en perpetuar la
relación “infantil”. El ya no corre como antes a refugiarse en sus brazos y esa
privación la enfurece y la angustia.
El hijo se interesa por lo que se tiene que interesar: una chica de su edad
a quien introduce clandestinamente en su dormitorio. Cuando la madre vigilante
se acerca a la habitación él le da con las puertas en las narices.
Así se cierra la vía de la maternidad y el refugio en esa posición
fantasmática que la caracteriza, “tener” al niño/falo, colapsa.
Debe, pues, enfrentarse a la brecha que separa a la madre y a la mujer y
aparecen los celos en relación al marido. El goce celoso aparece cuando se
quiere dar sentido a lo que está fuera de sentido: en este caso lo femenino que
por una parte se articula al falo en su papel económico como significante del
deseo pero, por otro, remite a un vacío de sentido.
Los celos la llevan a la sospecha e imagina relaciones entre su marido y
las jóvenes alumnas que lo rodean. Eso la obsesiona. Inventa un plan, una
estratagema. Va al encuentro de Chloe, la aborda y la contrata para que procure
seducir a su marido y le vaya contando paso a paso sus encuentros con él. Todo
esto en concordancia con la posición de identificación al hombre propia de la
histeria.
Pone entre ella y su marido un tercer elemento y así ella puede gozar por
procuración de la mujer fetiche igual que lo haría él. Usa al falo para
restituir de otra manera el equilibrio perdido.
Estamos en la lógica de la histeria.
Chloe, a su vez, tiene su propio plan: seducir a Catherine. El símbolo de
su plan es un precioso “pin” con el cual se recoge el pelo, uno que como
nos enteramos más tarde recibió de su propia madre…
Y Catherine sucumbe al “saber hacer” de Chloe. Y consiente a hacer al amor
con ella. Sólo que esto la conduce, inesperadamente, a encontrarse con el goce de
su propio cuerpo. En una escena bastante extática se ve a Catherine abriéndose
a un modo de goce que le era desconocido.
Se produce un cambio de posición que reaviva el deseo y entonces Chloe: “el
falo” le deja de interesar. Descubre que los encuentros entre Chloe y el marido
nunca tuvieron lugar; o sea, que la verdad y la mentira juegan en el mismo
terreno. Cubren el horror de saber que se revela cuando Chloe seduce al hijo,
lo lleva a la cama de sus padres y ahí Catherine descubre con horror el núcleo incestuoso de su pasión maternal.
Ahora Chloe la persigue, la amenaza, la chantajea, con una demanda sin
límites. La escena final es el punto novedoso de la película. Catherine empuja
a Chloe hacia un cristal que cubre una gran ventana. Por un instante la vemos sostenerse
en el borde del marco, los brazos abiertos
como un Cristo, para caer enseguida al vacío.
Este desenlace marca la caída de la propia Catherine de la posición fálica:
su entrada en la feminidad.
Chloe encarna a la mujer en tanto objeto del fantasma del hombre. La imagen
que es preciso que esté como soporte del deseo masculino.
Por eso Lacan dice que la modalidad del goce masculino es una modalidad
fetichista. La mujer se hace, en este sentido, señuelo para el hombre.
Catherine heredará el “pin”.
Pero, eso no es todo. Hay algo más, que la obliga a enfrentarse a una
dimensión que por no poder encarnarse en el símbolo le hace a las mujeres la tarea
no tan fácil como quiso, a veces, creer Freud.
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