jueves, 12 de abril de 2012

La entrada en la feminidad – Shula Eldar


Las concepciones prejuiciosas respecto a las posiciones sexuadas abundan en la actualidad. Sobre todo en lo que concierne a lo femenino.

Aclaremos: “Hombre” o “Mujer” son posiciones sexuadas, no datos genéticos o mero producto de la socialización de los roles. La identidad sexuada no es una verdad absoluta ni relativa. Es una solución, variable, en las que se juega la relación de cada uno con el deseo del Otro y con el cuerpo propio.

Una película de 2009, “Chloe”, de Atom Egoyan permite ilustrar cómo se plantea para Catherine su pregunta: ¿cómo devenir una mujer?
El nombre de la película remite a la novela de Longo: “Dafnis y Chloe” que Lacan cita cuando habla irónicamente, claro está, de la iniciación sexual.
¿Cómo nos presenta el director la cuestión?
Al comienzo, en una especie de prólogo,  anterior a la trama vemos a  alguien que se está vistiendo. Una mujer aún anónima, a la que no se le ve la cara, frente a un espejo velado se va recubriendo lentamente de unas seductoras prendas de lencería. Es Chloe, una prostituta de lujo, como nos enteraremos inmediatamente, “fetichizando” su cuerpo, preparándolo para capturar el deseo. Con la vestimenta compone al cuerpo, lo envuelve y le da una unidad. Crea el disfraz que le sirve al cuerpo de máscara manteniendo, a la vez, el misterio de lo femenino fuera del alcance de la mirada.

Esta secuencia tiene función de prólogo porque  está colocada en anterioridad lógica al levantamiento del telón sobre la escena en la cual se presenta el problema de Catherine: su pregunta en relación a su posición femenina que constituye el núcleo de la intriga que se desarrolla luego.
Muestra que la identificación con la madre, “la mujer heredera de la función de la madre, el hijo como objeto sustitutivo, desposee a la mujer y la frustra del elemento deseo”, como señala Lacan en el Seminario V.
La brecha entre la madre y la mujer ha de permanecer abierta, sin solapamiento.

¿Cómo encontramos a Catherine?
Nos la encontramos mirando a través del cristal de una gran ventana.
El director no nos esconde lo que ella está observando: un encuentro.
El de la fascinante Chloe de brillante cabellera rubia con un hombre, su cliente, en la puerta del hotel que queda bajo la ventana.

Catherine se gira y al apartar la vista de la escena que la captura, su mirada se desplaza, hacia otra imagen. Y así, Catherine que es una ginecóloga, se encuentra  frente a frente con la sombra de Chloe, una triste y escuálida mujer, que es su nueva paciente. Un segundo después la vemos literalmente entre las piernas de esta mujer. De pie, enfrentada al sexo femenino  cubierto con una sábana.

El breve dialogo que se desarrolla entre ambas es muy interesante.
Le pregunta por su profesión. Bailarina, responde la paciente. “¿Usa contraceptivos?” “No”, contesta la otra. “¿Entonces, viene porque quiere tener un hijo?” “¿¡¡¡NO!!!?, dice espantada. “¿Entonces?”. “Nunca tuve muchas relaciones, nunca tuve un orgasmo, hay algo en el sexo que nunca he entendido…”. La verdad empieza así a hablar.

La ginecóloga responde a la pregunta sobre el goce siguiendo una definición científica y le quita importancia a la cosa del orgasmo. “Eso no es más que una serie de contracciones musculares como consecuencia de la excitación del clítoris”. Cree que ha cerrado la cuestión…

Aquí comienza un ballet de cuatro personajes. La ginecóloga, su marido profesor, el hijo adolescente de ambos y Chloe: la prostituta, el falo de todos los hombres.

El hijo ha crecido. La adolescencia conlleva para él, afortunadamente, un rechazo de la madre intensificado por el empeño de ella en perpetuar la relación “infantil”. El ya no corre como antes a refugiarse en sus brazos y esa privación la enfurece y  la angustia.
El hijo se interesa por lo que se tiene que interesar: una chica de su edad a quien introduce clandestinamente en su dormitorio. Cuando la madre vigilante se acerca a la habitación él le da con las puertas en las narices.
Así se cierra la vía de la maternidad y el refugio en esa posición fantasmática que la caracteriza, “tener” al niño/falo, colapsa.

Debe, pues, enfrentarse a la brecha que separa a la madre y a la mujer y aparecen los celos en relación al marido. El goce celoso aparece cuando se quiere dar sentido a lo que está fuera de sentido: en este caso lo femenino que por una parte se articula al falo en su papel económico como significante del deseo pero, por otro, remite a un vacío de sentido.

Los celos la llevan a la sospecha e imagina relaciones entre su marido y las jóvenes alumnas que lo rodean. Eso la obsesiona. Inventa un plan, una estratagema. Va al encuentro de Chloe, la aborda y la contrata para que procure seducir a su marido y le vaya contando paso a paso sus encuentros con él. Todo esto en concordancia con la posición de identificación al hombre propia de la histeria.

Pone entre ella y su marido un tercer elemento y así ella puede gozar por procuración de la mujer fetiche igual que lo haría él. Usa al falo para restituir de otra manera el equilibrio perdido.
Estamos en la lógica de la histeria.

Chloe, a su vez, tiene su propio plan: seducir a Catherine. El símbolo de su plan es un precioso “pin” con el cual se recoge el pelo, uno que como nos enteramos más tarde recibió de su propia madre…

Y Catherine sucumbe al “saber hacer” de Chloe. Y consiente a hacer al amor con ella. Sólo que esto la conduce, inesperadamente, a encontrarse con el goce de su propio cuerpo. En una escena bastante extática se ve a Catherine abriéndose a un modo de goce que le era desconocido.

Se produce un cambio de posición que reaviva el deseo y entonces Chloe: “el falo” le deja de interesar. Descubre que los encuentros entre Chloe y el marido nunca tuvieron lugar; o sea, que la verdad y la mentira juegan en el mismo terreno. Cubren el horror de saber que se revela cuando Chloe seduce al hijo, lo lleva a la cama de sus padres y ahí Catherine descubre con  horror  el núcleo incestuoso de su pasión maternal.

Ahora Chloe la persigue, la amenaza, la chantajea, con una demanda sin límites. La escena final es el punto novedoso de la película. Catherine empuja a Chloe hacia un cristal que cubre una gran ventana. Por un instante la vemos sostenerse en el borde del  marco, los brazos abiertos como un Cristo, para caer enseguida al vacío.

Este desenlace marca la caída de la propia Catherine de la posición fálica: su entrada en la feminidad.

Chloe encarna a la mujer en tanto objeto del fantasma del hombre. La imagen que es preciso que esté como soporte del deseo masculino.
Por eso Lacan dice que la modalidad del goce masculino es una modalidad fetichista. La mujer se hace, en este sentido, señuelo para el hombre. Catherine heredará el “pin”.
Pero, eso no es todo. Hay algo más, que la obliga a enfrentarse a una dimensión que por no poder encarnarse en el símbolo le hace a las mujeres la tarea no tan fácil como quiso, a veces, creer Freud.

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