Hace dos años, asistí a unas jornadas tituladas: “Si la inclusión es la
respuesta, ¿cuáles son las preguntas?”[1]
Sugerente título, cuando andamos tan sobrados de respuestas y escasos de
preguntas.
Una aplastante lógica neoliberalista nos atiborra de respuestas y
soluciones sin un tiempo previo para formular ni la pregunta, ni el problema. ¿A qué responden realmente tantas
respuestas, tantas soluciones, tanta precipitación? ¿Qué fue de las preguntas?
Hay enunciados que se pretenden preguntas, se entonan como si lo fueran: “¿Dónde
ponemos la cruz en el protocolo?, ¿cómo funciona el nuevo aplicativo?, etc, etc”. El mundo de los protocolos, formularios y aplicativos, - a pesar de sostenerse en la ignorancia y la escasez de inteligencia-, es fértil, prolífero y tiene muy buena acogida. Su dinamismo mantiene viva la espera de la feliz llegada del “gran protocolo definitivo”.
“No lo entiendo, hago una pregunta y me repiten lo mismo y de la misma
manera. Entonces, ¿para qué preguntar?”, se
quejaba un niño. ¿Hay preguntas de verdad? Me refiero a las que abren la posibilidad de lo enigmático. ¿Es
posible la elaboración de un saber sin un lugar para la pregunta?
Si no hay lugar para la pregunta, tampoco lo hay para la dimensión subjetiva.
Se habla mucho de la subjetividad de los niños, de darles un lugar como
sujetos. Pero, ¿y la subjetividad del profesor?, ¿podrá dar un lugar como
sujeto a los niños si su propia subjetividad está apisonada?
Jorge Larrosa, en un texto titulado “Aprender
de oído” nos habla de la subjetividad y de la voz. Dice: “Al sujeto, al que
habla, al que está presente en lo que dice le tiembla la voz”. Hay una emoción
en lo que dice: desprecio, odio, amor, indignación, una particular manera de
vincularse al texto, es decir, hay un texto que pasa por el alma del profesor
junto a una voz que lleva su marca subjetiva.
Un texto que ha pasado por el alma del profesor despierta el deseo de saber
en el alumno. Así es como entiendo la función mediadora del profesor entre el
saber y el alumno. Justamente, que un
contenido lleve el sello de la singularidad del profesor es lo que hace posible
que la función mediadora sea auténtica. Esta autenticidad tiene efectos de
pacificación social y hace más probable que disminuyan las dificultades
disciplinarias del aula. El profesor, al no renunciar a su compromiso con el
deseo, se autoriza, y los alumnos le otorgan la autoridad.
La función mediadora comporta “estar” en lo que uno hace y en lo que uno
dice. Hace referencia a ocupar un lugar. Es el lugar desde el cual un profesor
hace frente a la incomodidad que produce no estar en posesión de un saber
absoluto e incuestionable. Jorge Larrosa lo expresa así: “Estar presente en lo
que se dice, implica al que habla en la dimensión de que es más importante
aquello que no se sabe que lo que se sabe”. Este aspecto contempla la dimensión del
interrogante.
Para un alumno será más sencillo vincularse subjetivamente con un saber,
hacerlo propio, -para poder reformulárselo-, si lleva implícito la dimensión interrogativa, si no está cerrado y
por lo tanto puede ser interpretado,
leído. El alumno puede fabricarse sus respuestas, apropiárselo a su manera. Esta
operación permite la transmisión, que es lo que ocupa o debería ocupar la
práctica docente.
La transmisión no es sencilla. Históricamente ha sido problemática[2],
ya que llama al profesor a un compromiso con el deseo de transmitir y a un consentimiento del alumno a aprender.
Profesor y alumno quedan convocados a hacerse responsables de un trayecto que los implica como sujetos.
El discurso de la evaluación y el control, con sus pretensiones de
todo-saber-objetivable, invita a profesor y alumno a desentenderse de lo que
implica la transmisión. En su lugar, el profesor queda cargado de ocupaciones
al servicio de la burocracia y del control. El alumno queda abocado a burlar el
control o a obedecer a ciegas.
El reduccionismo neoliberalista importado a la educación ya deja sentir las
primeras consecuencias. Tras la aplicación a la educación del discurso de “la
excelencia y la calidad”, -propio del mundo de la empresa-, vemos un progresivo
vaciamiento de la dimensión humana. Se pretende un supuesto saber objetivo
acerca de las técnicas de aprendizaje, y más grave aún,
acerca de cómo supuestamente es el mundo y cómo deben ser las personas que lo
habitan. Un mundo diseñado: ¿a medida de quién?,
¿para quién?
Vemos, con estupor, como se afianza un discurso que habla en nombre de una
supuesta ciencia, se disfraza de precisión, de rigor y nos transmite que todo
es traducible y reducible a una cifra.
Por ejemplo, a partir de que las
“agencias evaluadoras”, (cuya veracidad diagnóstica nadie se cuestiona), realizan las pruebas de competencias básicas a
los alumnos de sexto han nacido unos problemas artificiales: “¿cómo hacemos?,
¿entrenamos a los niños dos meses antes para las pruebas?, ¿diseñamos los
programas escolares en función de estas pruebas?” El escenario educativo ha quedado
invadido de soluciones artificiosas a problemas inventados.
Este discurso transversal y totalizador
lo tiñe todo de verdad única y de medida. Nos intimida, nos priva de
nuestra propia voz. Pretende una única voz, la de las cifras. ¿Por qué lo
vivimos como un discurso verdadero e incuestionable? ¿Quién lo dice? ¿Quién
evalúa la evaluación?
Es impactante escuchar a los maestros, hablando desde la abnegación, decir:
“No puedo prestar atención a tal cosa, o tal otra….¡tengo que terminar todo el
libro!”. Algunos ni siquiera se atreven a decidir si cambian el orden de
algunos temas. Hay maestros absolutamente desterrados de su práctica, se ha
producido una dimisión interior en ellos. ¿Cómo se puede transmitir en estas
condiciones?
Este pretendido saber objetivo, el que nos deja afuera y nos destierra,
¿realmente es científico? No lo es, en realidad, es un acto mítico. No importa
ni el procedimiento ni el proceso mediante el cual algo, o alguien, será
evaluado. En realidad, lo que importa es que se evalúe, sin más. Un producto, o
persona (sin distinción) entra a la evaluación en un “estado salvaje” y sale “purificado”[3], medido, con un valor equivalente a una cifra. A esta cifra se le otorga una atribución de verdad objetiva.
La evaluación, para su existencia, necesita crear problemas. Paradójicamente, algo que se presenta como la
solución, en realidad, es el problema. En el universo de problemas y
soluciones, del paradigma
“problema-solución”, algo adquiere la categoría de problema por convenio arbitrario. Ésta es la lógica: “Tenemos
una solución, ahora busquemos el problema”. Las industrias farmacéuticas son un
buen ejemplo de este funcionamiento[4].
Ahora bien, hay que preguntarse por aquello que se “de-valuó” tras la
purificación evaluadora; que se quedó en el camino, tras la conversión a cifra.
La dimensión subjetiva brilla por su ausencia, una especie de zombificación invade todos los terrenos.
La “de-valuación” aboca a una triste mediocridad que vacía la idea de profesor,
de niño y de saber, en aras de una supuesta rentabilidad y excelencia.
Algunos ejemplos serían:
-La función del profesor reducida
a gestión. Hay cambios muy preocupantes en el lenguaje. Todo el mundo habla
alegremente de gestionar. La gestión del aula, la gestión del conocimiento, la
gestión de los conflictos, la gestión de
las emociones[5]…… ¿por
qué no nos produce extrañeza una palabra que tradicionalmente ha estado
vinculada al mundo empresarial, a la regulación de los stocks? ¿Acaso los niños y los maestros son stocks?
-La idea de niño se reduce a un
entramado de neuronas que hacen sus sinapsis sin la intervención de un deseo, de
un psiquismo.
-La autoridad se ve reducida a
normas. El control y el poder hablan en su nombre y la suplantan. Las
dificultades asociadas a la ausencia de autoridad se intentan solucionar con
más normas y más control. Los expedientes disciplinarios invaden el día a día
de los centros de secundaria.
-La dimensión de la verdad se reduce a “evidencia científica”.
-El “saber hacer” se desliza al
“hacer sin saber”
-El saber queda reducido a
información, a utilidad y al desarrollo de competencias y habilidades en los
niños. ¿Útil para qué y para quien? ¿quiénes son los interesados en “fabricar
individuos competentes”? Tal vez, si
hubiera algún modo de desarrollar
competencias en el vacío, se abolirían definitivamente los contenidos. Éste es
el auténtico lugar que se le da al saber.
Jorge Larrosa alerta sobre la
proliferación de una especie de lenguaje sin voz. “Una lengua de nadie dirigida
a nadie inunda las aulas. Un lenguaje reducido a
mera comunicación, sin marcas subjetivas, sin tono, vaciado”. Curiosamente, de
forma paralela a este destierro de la voz y del saber, puede verse una proliferación de ruido, de
opiniones, argumentaciones vacías.
A los desconcertantes fenómenos, que viven nuestras ruidosas aulas, se
aplican soluciones ingenuas. Nadie alude a la función pacificadora de la
transmisión. La tendencia es responder a estos fenómenos de manera fragmentada,
tratando a cada fenómeno con una supuesta especialización. Una proliferación de
técnicas y estrategias (habilidades sociales, mediación de conflictos, técnicas
de estudio, programas de aprender a aprender, etc.) llenan el vacío que dejó la
voz y el saber.
Entonces, cabe suponer que una vez objetivado todo y a todos, y como
resultado de esta destilación, obtendríamos un
“saber inmaculado”. Libre, por fin, de tener que pasar por el
alma del profesor, libre de la incómoda dimensión interrogativa (ya que se pretende todo-saber), libre de poder ser reformulado, de ser
incompleto, de ser cuestionado. Sobre todo, susceptible de ser evaluado sin
problemas. Un saber aplanado listo para ser reproducido por una voz sin matices,
hueca, o por cualquier artilugio
tecnológico: “en un lenguaje de nadie dirigido a
nadie”. “No se me graba”, decía un chico. “Claro, no eres una grabadora”,
pensé.
El saber inmaculado solo admite
una posibilidad: ser inculcado, es decir, sólo admite la reducción de la educación
al adiestramiento. Deja a profesor y alumno sin lugar y mutila el deseo de
ambos.
Ahora bien, ¿cómo nos las ingeniamos con unos saberes tan fósiles y petrificados ante un niño que trae su propio
saber, sus propias preguntas y su curiosidad?
Es sorprendente como el niño, vivo aún, sabe acerca de lo fosilizado de los
contenidos y de la dimisión interior del maestro. “Al profe no se le ve
interés”, dicen algunos.
Para que un niño esté en disposición de aprender es necesaria una
operación: debe renunciar a parte de su
satisfacción, hacer un recorte, una ablación. ¿Cómo va a estar el niño dispuesto a semejante renuncia ante tal
panorama?[6]
Quizás, hay que preguntarse por la auténtica renuncia que se exige al niño en una educación reducida a
adiestramiento: ¿Debe él renunciar a su
deseo de saber?
Carlos Skiliar, cuando se refiere a la inclusión, dice que no son
necesarias grandes hazañas. Más bien, se trata de estar disponible, bastan
pequeños gestos. Ciertamente, pequeños gestos generan grandes cambios. Me
refiero a esos pequeños detalles que permiten reintroducir el deseo.
[1] Jornada Tècnica Institució Balmes. “Si la inclusió és
la resposta, Quines són les preguntes?”
[2] Reflexión extraída de una exposición de Anna Pagés en
el grupo de investigación
[3] Milner, J-C y Miller, J-A. “¿Desea usted ser evaluado?”
Editorial: MIGUEL GÓMEZ
[4] Bauman, Z. “La modernidad líquida”. Editorial: FONDO
DE CULTURA
[5] Reflexión extraída del trabajo en el grupo de
investigación
[6] Reflexión extraída del trabajo en el grupo de
investigación
Totalment d'acord. I l'escola només podrà contribuir a transformar la societat si, prèviament, la societat és capaç de transformar l'escola. De la simple evolució utilitarista del saber a una revolució social del coneixement.
ResponderEliminarEl comentario de Antoni Moga me ha recordado algo que dijo Jacques Lacan en su Seminario de 1970.Entiendo que la cita suma la perspectiva subjetiva al análisis desde lo social: "el psicoanálisis nos permite concebir que está en la vía inaugurada por el marxismo, a saber, que el discurso está vinculado con los intereses del sujeto. Es lo que Marx llama, en este caso, economía, porque en la sociedad capitalista esos intereses son enteramente mercantiles."
EliminarPatricia Heffes
Hace cincuenta años, Borges, profesor, lo decía así: "Yo no enseño literatura, sino, en todo caso, amor por las letras".
ResponderEliminarReintroducir el deseo, el deseo de leer.
gracias por esta nota. Héctor Mauas
Los psicoanalistas leen los síntomas. Se ponen en el lugar de destinatario de su mensaje; del mensaje del inconsciente de cada uno. Eso es lo que llamamos singular. Por eso la ideología de la evaluación falla al síntoma. Porque lo quiere generalizado, contabilizado, normalizado. Pero un síntoma no es de todos. De ahí que la lectura debe ser siempre nueva, como el amor a las letras.
ResponderEliminarShula Eldar