Esto que parece una
pregunta sencilla, ¿lo es verdaderamente?
En realidad lo que subyace
a ella es un problema. También una preocupación por el
desprecio hacia la naturaleza del síntoma
que deriva en desentenderse de su estructura y de sus causas centrándose, en
cambio, en la descripción de los fenómenos y su clasificación.
Demás está decir que la
concepción que tenemos del síntoma es determinante de los términos en que se
plantea un diagnóstico así como en la elección del tratamiento.
El resultado, bastante
inquietante, de esta deriva contemporánea es que el sujeto va quedando fuera;
se lo reduce, hasta se lo abole. Adultos y niños se encuentran hoy en día ante
una cacofonía de términos que aplastan el mensaje del síntoma, ensombreciéndolo
bajo una frondosa nomenclatura que sepulta su letra original.
Comprometerse en una
práctica, sea cual sea el ámbito en el cual ésta se desarrolla, implica actuar;
es decir, hacer acto de una responsabilidad.
Actuar ante lo que se
presenta: sea esto previsible o imprevisible.
El síntoma es del orden de
lo imprevisible, de lo que irrumpe, es algo vivo.
Me refiero al síntoma tal
como lo puso de relieve Freud, ese que brota “como la mala hierba”, que insiste
y que se resiste a la contabilidad.
Freud extrajo su
estructura de los dichos de sus pacientes pero no olvidó que desentrañar su
estructura no implicaba desconocer su significación singular.
Esta dimensión singular
del síntoma es, precisamente, aquella de la que nuestras “sociedades enfermas
de gestión” tienden a prescindir. Es más la echan fuera, la forcluyen y así “…
aplicando consideraciones contables a las consideraciones humanas…criterios de
rentabilidad y de performance….las sociedades pierden también su sentido”. 1
Y la desilusión se extiende. Es lo que escuchamos de boca de los practicantes
que nos hacen partícipes de sus tribulaciones.
¿Porqué hay síntomas,
entonces?
Porque el sujeto no es una
unidad armoniosa, su estructura es escindida.
Por una parte es sujeto de
una constelación de eventos que encuadran un lugar para él y le permiten
constituir una imagen de sí mismo, para él mismo pero en relación con los otros
y ligada a los otros. Así una serie de elementos cobran sentido, configuran una
trama que orienta el flujo del destino y el discurso que cada uno sostiene
sobre su vida: respecto a lo que elige, a lo que le gusta o le disgusta, a sus
preferencias sexuales, etc. .
Pero no todo puede quedar
articulado, a causa de esa escisión. Hay elementos no relativos, absolutos, que
se repiten, que están por fuera del
sentido. Esa es la cara más pura del síntoma, lo más vivo. En la ecuación del
sujeto el síntoma es la x que no vale para todos, solo vale para uno solo, es
fuera de lo común y se aleja de la comparación.
¿Se puede medir esta x,
aplicarle a la libido, - que es el nombre que dio Freud a la fuerza que impulsa
la vida -, doblegar esa sustancia a la cuantificación?
Freud no lo pensaba así. Cuando
un psicólogo americano le propuso medir la libido, crear una unidad de valor y
llamarla “Un Freud”, él le respondió: “No entiendo suficientemente de física
para hacer un juicio fiable en la materia. Pero si me permite pedirle un favor
no llame a su unidad con mi nombre.” Agregó además: “Espero poder morirme con
una libido sin medir”. ¡Incomparable respuesta! 2
Precisamente los síntomas
se presentan exactamente así, como una x, que escapa a la medida, como algo que
se mete como un palo en la rueda de la vida y la traba. Entonces el sujeto se siente
extraviado porque las claves con las que
habitualmente pone su programa en
funcionamiento ya no le sirven. Tendrá que rever sus soluciones previas y
encontrar algunas nuevas.
Lacan decía que hay
síntomas porque tenemos con nuestro cuerpo una relación perturbada.No hay código inscrito de
antemano que nos dé un saber sobre cómo vivir. La realidad de la brecha
freudiana hace barrera al saber, dice Lacan. 3
Hay acontecimientos que
suceden y que precisamente dejan sin saber cómo responder. La ideología de la
evaluación cree en el mito de un hombre cognitivo y comportalmente normal. Por
eso rechaza el síntoma y lo trata como una desviación o un déficit.
No le cree. Pero al síntoma
hay que creerle, no protegerse de él y al sujeto que viene y nos los confía hay
que dejarlo ser, sin juzgar, dejarlo abordar lo que ignora. 4
Ilustraremos brevemente cómo
se desvela lo que hace síntoma en el caso de una niña de ocho años. El malestar
se presenta en el lenguaje del cuerpo: una serie de dolores que se desplazan de
un lugar a otro. Este “monto de libido errante”, llamémoslo así, hace signo de
algo y se le presta atención.
La madre estaba
considerando, por esa época, la separación. El padre pasivamente esperaba la
decisión. En este contexto la madre veía con cierta preocupación lo que
entendía como un apego excesivo, por parte de la niña, hacia ella que se pueden
resumir en querer asegurarse de la presencia del cuerpo materno para poder
conciliar el sueño.
Se había articulado ya una
interpretación de la causa de esos síntomas. Los dolores corporales se
abrochaban con la separación de la pareja y con un elemento “regresivo” como
efecto: el apego.
Confirmar esta hipótesis habría contribuido a
defenderse del saber inconsciente, a obstruirlo incluso. Una hipótesis aplicada
al sujeto desde lo general, lo que puede servir para todos, para cualquiera,- del
tipo: “todos los niños cuyos padres se separan viven esto de forma traumática.
Ergo: hay que reparar el trauma”-, puede tener efectos, eso sí efectos sugestivos que profundizarán la ignorancia.
La pregunta analítica es,
entonces: ¿Qué le sucedía a esa niña que se presentaba apática, hablaba
poco y se dejaba caer sobre el sillón con cara triste? ¿Qué la había conmovido?
¿A qué respondía su síntoma?
En todo caso si la
separación la afectaba ¿cuál es la realidad que la golpea a ella, solo a ella?
Hay que esperar aquellos detalles que nos den las coordenadas del lugar en el
cual se sitúa el problema y que ayuden a entrever lo que interroga y conmueve al
propio sujeto. Porque lo que se juega es:
¿cómo responder honestamente a la demanda, sin hacer de oráculo ni doblegar la
práctica al primado de la técnica y a las mentiras de su enseñanza?, como
señaló tan precisamente Lacan.
Un día me explicó el caso
de una niña, de padres separados, cuya madre no podía cuidarla a causa de una
enfermedad, sin remedio, que la incapacita. La niña, por eso, tuvo que ir a
vivir con su padre en otra ciudad.
Sin abundar en detalles
señalaré que ese momento es una puerta sobre el problema que abría para ella la
separación de los padres. No era que el cuadro familiar se desmontara lo que la
inquietaba. Al contrario, no tener que ser testigo de la inercia del padre,
siempre ausente en realidad, -un hombre sin deseo -, la aliviaba. Pero ¿qué
pasaría si la madre no pudiera ya sostener el deseo? ¿Qué pasaría si fuera su
propia madre la que enfermara?
La cuestión giraba
alrededor del desvalimiento del sujeto, de su enfrentamiento con la muerte del
Otro y la propia, de su dependencia del deseo materno que sostiene todo y que
puede dejar de hacerlo, del cuerpo que puede desparecer, de los accidentes que
aparecen súbitamente, como la enfermedad; de todo lo que de un ser humano atañe
a su propia soledad ante los acontecimientos más cruciales de la existencia.
Referencias
1 - Vincent de Gaulejac.
La société malade de la gestión. Seuil, 2009. P. 25, 27.
2 - Jean Claude Maléval.
Etonnantes mystifications de la psychothérapie autoritaire. Navarin<> Le
champ freudien, 2012. P. 158.
3 – Jacques Lacan. El
psicoanálisis en sus relaciones con la realidad. En:Otros escritos. Paidós,
2012. P. 377.
4 - Jacques-Alain Miller.
Sutilezas analíticas. Paidós, 2011. P. 98.
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